Una piedra como todas las demás

por Bruno Goldstone

Una camioneta llegó a las siete para llevarme al atracadero donde iba a tomar una barca al glaciar. Fui el primer pasajero y tomé un asiento cerca del conductor, un hombre de edad indeterminado y piel tan áspera como el paisaje patagónico alrededor del pequeño pueblo turístico. Paramos en cinco o seis hoteles más para recoger pasajeros y entonces seguimos el único camino que salía del pueblo.

Estaba viajando solo y los otros pasajeros estaban de a dos o a tres. Pienso que el conductor se apiadó de mí y por eso empezó una conversación. Entonces hablamos sobre el tiempo, los glaciares, y el crecimiento del pueblo últimamente. Pronto alcanzamos los límites de mi castellano básico. No podía pensar en más temas para los que tenía las palabras para expresar. La combinación de la hora y el ritmo hipnótico del camino me afectaron como a la bebé difícil de mis amigos que por fin se quedaba dormida cuando la llevan en coche. Estuve durmiendo tal vez diez o quince minutos cuando me desperté y vi el mismo paisaje de colinas secas y rocosas y un cielo ancho y blanco. Noté que el paseo había surtido el mismo efecto en los otros pasajeros. La mayoría estaba durmiendo. Mis ojos se estaban ajustando a la luz brillante cuando vi que el conductor hizo un gesto raro. Estaba mirando afuera del parabrisas a la izquierda y por un instante saludó con la cabeza al lado del camino. En el mismo momento, quitó una mano del volante y tocó su pecho cerca del corazón con la palma abierta. Este gesto parecía serio, casi religioso, pero enseguida el conductor me miró, sonrió, y comentó otra vez algo sobre la dirección y fuerza del viento aquel día. Le contesté y la concentración necesaria para hablar en castellano empujó la imagen del gesto de mi mente. Lo olvidé en el laberinto difícil de la conversación. Llegamos al atracadero en más o menos una hora. Le agradecimos al conductor que nos dijo que estaría allí a las siete para llevarnos a nuestros hoteles.

El glaciar era una verdadera maravilla, uno de esos lugares que ninguna palabra puede describir, que ninguna foto puede captar. Es un milagro y por eso algunos creen que lugares como esos son pruebas de la existencia de Dios, pero para mi es lo opuesto. Si existiera un Dios que hubiere creado eso ¿por qué son esos lugares tan raros? ¿Qué dios resistiría las ganas de hacerlos en todas partes del mundo? ¿Podrías imaginar a un da Vinci o a un Michelangelo que dejara de crear obras hermosas para pintar paredes blancas y poner ladrillos? ¿O a un Galileo o a un Einstein que pensara en dos o tres ideas revolucionarias y luego pasara el tiempo leyendo “Gente” y buscando palabras en sopas de letras? No, un talento para crear tiene que crear. Es claro para mí que no hay intenciones detrás de la naturaleza y que lugares como ese glaciar son milagros, pero milagros seculares, creados por las interacciones fortuitas entre las leyes de la geografía, el clima, y el paso del tiempo.

Diez horas después regresamos al atracadero donde el conductor nos esperaba. Iba a ser un viaje tranquilo. Después de un día tan largo y activo, todos los pasajeros se durmieron casi en el momento en que se sentaron. Mi cuerpo estaba cansado también, pero mi mente estaba despierta por los paisajes alucinantes que había visto. Hablaba con el conductor en voz baja para no molestar a los durmientes. Conversamos sobre el glaciar y las maravillas de la naturaleza. Intenté explicar mis sentimientos sobre Dios y los lugares espectaculares, pero mi vocabulario no me permitía una explicación clara. Para recuperar el ritmo, le pregunté que hacía por diez horas mientras disfrutábamos nuestra excursión.

-Diez horas no es tanto tiempo.- me dijo. –Tengo otro trabajo, pero todavía no lo he terminado.

Su respuesta parecía intencionalmente vaga y no le pregunté más sobre su otro trabajo misterioso. Como por la mañana, mi castellano se agotó a los pocos kilómetros e íbamos en silencio por el seco paisaje. El sol estaba cerca del horizonte y yo estaba mirando los diseños de la luz y las sombras cuando el conductor giró su cara a la derecha y otra vez saludó con la cabeza afuera de la camioneta, quitó la mano derecha del volante y tocó su pecho con la palma abierta.

¿Era posible que este gesto ocurriera en el mismo lugar que el de la mañana? Cada kilómetro de este camino se parecía a los demás. No había ningún punto de referencia, sólo kilómetro tras de kilómetro de tierra seca y marrón. Mi curiosidad fue más fuerte que mi lenguaje, así que le pregunté ¿por qué? y imité su gesto, saludando con la cabeza y tocando el pecho. El conductor me miró y yo podía ver que el estaba pensando si contestarme o no. Al parecer se decidió porque empezó hablar, casi susurrando.

-Tengo un hijo. Su madre se murió cuando nació. Es difícil ser un padre solo. Sí. Pero teníamos tantos buenos días como malos. Cuando él era chico, disfrutábamos caminar por esas colinas olvidadas, contando cuentos y tirando piedras. Un día, cuando él tenía cinco o seis años, recogió una piedra y me la dio. Me dijo que esa piedra era mágica y me traería buena suerte. Era una piedra como todas las demás, pero la tomó y fingí que creía en el poder de esa piedra. Siempre la guardaba conmigo. Ese fue un buen día. Con el tiempo, los días malos eran más normales para nosotros. Se volvió terco y no sabía qué hacer, así que me volví tan obstinado como él. La combinación era fea. Nos la pasábamos mal. Una noche pasábamos por este camino y como siempre peleábamos. El hecho es que no recuerdo el tema, solo el resultado. Paré la camioneta y eché a patadas a mi hijo. Como énfasis tomé la piedra de mi bolsillo y la tiré por la puerta abierta. Un tiro fuerte y lleno de enojo. La piedra voló lejos en la oscuridad. Yo sabía que el sabía qué piedra había tirado. Oímos el sonido de la piedra dando contra el suelo y rebotando algunas veces. Los siguientes sonidos fueron el portazo y el motor cuando me alejé, dejando mi hijo al lado del camino. Nunca lo vi otra vez. Todos los días, paso al lado de la piedra y recuerdo a mi hijo. Tal vez es mejor que no tenga un padre como yo, pero extraño mucho al chico que me dio esa piedra.

La atmósfera solemne de su cuento fue rota por un buen ronquido de un pasajero. Sonreímos y porque no tenía más palabras para compartir mis sentimientos, toqué mi pecho con la palma y dije –Entiendo.- Me contestó con una expresión que, pienso, era una sonrisa.

Pensaba en su cuento frecuentemente. Me emocionaba mucho la imagen de la piedra tirada y los dos hombres, padre e hijo, al lado del camino, juntos por la última vez. Por supuesto, sé que este cuento ha sido cambiado por una imaginación romántica. No es posible que el conductor sepa dónde está la piedra. Era de noche y todos los kilómetros del camino son idénticos. Sin embargo, muchas veces imaginaba al conductor haciendo su gesto a la piedra dos veces cada día.

Siete anos más tarde tuve una oportunidad de llevar a mi sobrina de vacaciones y decidí que el lugar que más quería que ella conociera era ese pueblo y el glaciar extraordinario. Admito que tenía curiosidad para verlo otra vez y tal vez conocer al conductor también. Por eso, elegí el mismo hotel y la misma agencia de viajes para planear la visita al glaciar.

Estaba casi nervioso cuando la camioneta llegó. El conductor nos saludó y era él, pero en siete años se volvió viejo. Sus años no eran indeterminados ahora, podías contarlos en las líneas de su cara. Por supuesto no me reconoció. Mi sobrina y yo nos sentamos y hablamos un poco sobre el tiempo y la ciudad. Mi castellano para leer y escribir había mejorado con los años pero las conversaciones eran todavía torpes. Seguimos para recoger ocho pasajeros más y entonces recorrimos el único camino otra vez. Pronto sentí la cabeza de mi sobrina en mi hombro. Mientras ella dormía, miraba al conductor, esperando el gesto. Nunca había contado a nadie el cuento del conductor. Era mi secreto, o uno de mis secretos.

El gesto nunca vino. Kilómetro tras de kilómetro, pensé -¡Acá! Este es el lugar- y miré otra vez al conductor, pero nada. Estuve asustado cuando vi el atracadero. Habíamos llegado, pero el gesto no.

Estaba distraído en la barca. Pensaba en la sonrisa del conductor y por primera vez, me di cuenta de que el cuento era una fábula turística, una diversión para dar a los extranjeros otra experiencia rara en ese lugar lejos de todo el mundo. Por supuesto era ficción. Era su regalo para los crédulos. Para mí. Y ¿por qué no hizo el gesto hoy? Tal vez sólo contaba el cuento a los pasajeros solos. O, más probablemente el narrador se habría cansado de contar esta historia y habría dejado de hacerlo hace muchos años.

Por suerte, la vista del glaciar no perdió nada de su poder y ahora podía verlo por los ojos de mi sobrina. Su asombro era obvio y contagioso. Pasamos el día en un trance profundo. Sin embargo, en la camioneta de regresar al hotel, sentí una decepción fuerte. Quería dormir como mi sobrina y los otros, pero este sentimiento me inquietaba y no me dejaba hacerlo. No podía parar de mirar al conductor y esperar el gesto. Incluso toqué el pecho una vez con mi palma, pero el conductor no lo vio y no hizo nada más que manejar.

Como hace siete años, llegamos al atardecer. Fuimos los últimos pasajeros. Mi sobrina salió primero y giré para agradecer al conductor, esperando que la decepción no se mostrara en mi cara. El conductor sonrió con la sonrisa familiar y empecé a salir cuando me agarró de la muñeca.

-No te conté todo el cuento- me dijo, agarrando mi muñeca con cuidado como si fuera un niño. –Me preguntaste como pasaba mis días. La verdad es que extrañaba tanto a mi hijo que no tuve otra opción. Todos los días mientras los visitantes estaban en el glaciar, iba a las colinas para buscar la piedra. Esperaba que mi hijo volviera si la encontraba. Por fin, lo hice. Hace dos años, encontré la piedra. Pero la magia se fue con mi hijo. Él nunca volvió.

El conductor saludó con la cabeza a una piedra en el tablero de instrumentos. Era gris y pequeña, no más grande que la yema de un huevo. Era completamente normal, con ningún rasgo raro o curioso. Pero la miró y sonrió otra vez con su expresión que sería una sonrisa.

Soltó mi mano y no supe como reaccionar. Estaba asustado porque él me había recordado y su nuevo cuento me dejó mudo. Esta versión era más ridícula que la primera. Era absolutamente imposible que esta piedra fuera la misma piedra que tiró por la puerta de la camioneta hace tantos años. Claro, era otro regalo para el turista y debí estar agradecido, pero cuando miré en sus ojos, pensé en otra explicación. Era posible que él creyera el cuento, que pensara que esa piedra en realidad era aquella piedra. Una pequeña ilusión para un viejo decepcionado. Tenía ganas de decir algo y antes de cerrar la puerta, le dije –Me alegra que la hayas encontrado. Por lo menos, tus días de búsqueda han terminado.- y porque esta respuesta parecía tan inadecuada, añadí tontamente –Buena suerte.- y salí tropezando.

El sol cerca del horizonte brillaba en mis ojos que no pudieron ajustarse inmediatamente a la luz. Me sentí mareado por el resplandor y las posibilidades del cuento del conductor. Me incliné para recuperar y vi a mi sobrina de pie casi cinco metros alejada de mí, mirando el atardecer. Su sombra larga se estiró sobre el suelo y tocó mi pie. Para recobrar el equilibrio, enfoqué en las piedras grises y marrones cubiertos por su sombra. Cuando la sensación de mareo me dejara, recogería una de estas piedras, cualquier piedra, antes de reunirme con ella para mirar los últimos colores del día.






(Muchísimas gracias a Santiago Ripoll por su ayuda. Todos los errores son míos, casi todas las concordancias correctas son suyos. BG)